Siempre supe que algo malo ocurriría en Chapel Hill. Algo realmente aterrador. Parece el típico pueblo donde nunca ocurre nada, y un buen día, al hijo del pastor se le va la cabeza y mata a quince personas en el centro comercial. No se puede esperar nada bueno de un pueblo cuya armería es más grande que la tienda de ultramarinos, y donde la desesperación de ver cómo tu vida pasa sin ver nada más interesante que la calabaza gigante del señor Roberts anida en cada casa. No quiero decir que mañana mismo haya una tragedia, una de esas que le gustan a la televisión, en las que el tío (porque siempre es un tío, no creo que ninguno de los de Columbine hubiera estado jugando a tomar el té con ositos de peluche antes de volarle la cabeza a sus compañeros) aparece en los avances informativos posando con tres, cuatro, cinco armas diferentes, y sale antes incluso que las imágenes de los cadáveres que llaman tanto la atención. Porque la gente necesita alguien a quien odiar, ¿sabe? Necesitan a alguien concreto en quien descargar su dolor. Alguien a quien llamar hijo de puta, antes incluso de derramar una lágrima por tu niñita muerta encima de un puto plato de espaguetis con queso en la mesa de una cafetería de instituto, sólo porque a un par de chalados se les ocurrió que sería divertido ver cómo combinaban los sesos de los chavales con las baldosas del suelo. Aquí, en Estados Unidos, pasan cosas de esas a diario. No conozco a nadie que no tenga una pistola en su casa. Y conozco demasiados que tienen docenas. El año pasado fui a visitar a mi hermano en Canadá, y allí no cierran las puertas antes de dormir, ¿sabe? Pero eso no es todo. Cuando le pregunté si no tenía miedo de que entraran en su casa y dejaran a su familia como un colador, me dijo que nunca había visto un arma de fuego. Yo alucinaba. Recordó que la única vez que se oyeron tiros por la zona era porque un tipo de Virginia estaba matando venados con un arma comprada en Massachussets. Lo echaron del pueblo. ¿Acaso no tienen venados en la maldita Virginia? Pues eso.
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