Hacía frío aquella mañana de marzo. Unas nubes que amenazaban lluvia se empeñaban en cubrir el cielo. Ugaitz había subido al Puente Viejo con la mochila a la espalda. A sus pies se extendía la ciudad en la que había vivido por espacio de casi diecisiete años, pero en la que se sentía un extraño.
Sabía que nadie notaría su ausencia, porque no había hecho muchos amigos en el instituto. La única persona con la que había hablado algo más de lo imprescindible no estaba con él. Sintió un vacío al pensar en ella, y una lágrima brotó de sus cansados ojos. Se sentía inútil, despreciable, por no haber sabido ayudar de la mejor manera, por no haberlo impedido.
Un coche que pasó a su lado lo despertó de su ensimismamiento. Quizá el conductor esté demasiado ocupado como para mirar el mar, pensó. Pero él vio el mar, tan azul como nunca lo había recordado, y le pareció la imagen más bella del mundo. KT Tunstall le susurraba con voz rasgada en el oído que estaba encontrando su camino a través de la oscuridad. No sabes que suerte tienes, pensó él.
Respiró hondo. Puso un pie en el pretil. Después, el otro. La brisa de la mañana acarició sus cabellos. Todo ocurrió un segundo después de saber que iba a hacerlo. Por última vez evocó el rostro de la persona a la que más había querido, y lentamente, se dejó caer.
·
Valerio Onfretti
0 interesantes comentarios:
Publicar un comentario